19.8.05

|·pedazos·de·èlla·|

No lograba calmar mis sentidos que se encontraban en máxima alerta (y en máxima torpeza). Me senté. Creí que iba a vomitar... Mi cuerpo contenía el cansancio de la fiesta, de la noche. Pensé en ••||••, en su mirada, en sus labios. Mis ojos giraban como queriendo salirse de sus orbitas; los dientes enfrentaban a los labios en una guerra carnal. Y yo que viajaba, aunque seguía sentada. Y entraba en una dimensión que sólo era para mí. Hasta que un clavo se introdujo en mi cabeza, y como un ruido, se enterró. O como una mosca, que zumbaba insoportable sin destino por mis oídos. Concluí que la noche había dejado un par de neuronas moribundas y mi tacto preparado para cualquier batalla. Cerré los ojos para retomar mi destino y mi dilatada excitación. Pero el insecto verde se hizo más sonoro, contaminando con su presencia la lujuria de cualquier pensamiento. Tenía sed y quería agua. Con mucho descuido, tomé un vaso. Mis manos temblorosas le dieron fin a la corta vida de tan inerte artefacto. Cayó al piso y se estrelló. Como cuando caen los vasos de vidrio al piso. Yo, que andaba descalza, debí, para no pisar las estelas que el crimen había dejado, contorsionarme. Seguía sentada en la silla, pero mis manos recolectaban la evidencia, rozando el suelo en busca de ella. Fue ahí cuando ocurrió. No sé si fue la sangre que se me subió a la cabeza, o el agua que se retorcía en mi panza, pero lo concreto era que la mosca había crecido, convirtiéndose en un martillo, abofeteando la sensible carne de mis orejas. Y repercutía en todo mi cuerpo, como un sismo que se expande por la faz de la tierra. Me asusté. Había perdido la ubicación (mi cabeza chocó con la mesa); había perdido el equilibrio (y caí). Puntadas de agudo dolor colmaron mis manos. Yo me debatía entre el miedo y la excitación propia de las circunstancias. Aquel martillo seguía taladrándome los oídos. La desesperación de quien espera algo peor se hizo presente con una estreno a puro rojo sangre. El piso se tiñó de escarlata y el ruido se hizo pasos. No pude hacer otra cosa que quedarme inmóvil. Seguía mordiendo mis labios pero esta vez para no gritar. Ni moverme. Mis manos ardientes quedaron relegadas ante aquella mosca que bajaba por las escaleras. Poco a poco se iba materializando. En pasos. Continuos. Infinitos. Y se dirigía hacia aquí. Hacia mí. Hacia mi estúpido cuerpo paralítico.