11.4.10

Pulgas

Veamos. Dos más y llegamos al final del camino. ¿Es eso lo que querías? No, seguramente que no. No sabés lo que querés. No es culpa tuya, desde ya. Son aquellas pequeñas pulgas que te recorren el cuerpo. No te dejan descansar. No quieren la estabilidad. Movimiento frenético, descontracturado y sin sentido.
Caminá. Seguí haciéndolo. Mientras contás. Ya falta menos que antes. Igual no sentís que te estés moviendo. Y ellas se desesperan. Empiezan a succionarte pequeñas dosis de sangre. Ínfimas. Te mantienen con vida sólo para que las lleves a donde quieren ir. A ningún lugar. Y tratás de explicarles que sí te movés, que sí haces lo que quieren. No. Es mentira. No haces lo que quieren. No sabes lo que es. Llegaste a un punto donde las contradicciones de su accionar empiezan a desconcertarte aún más. Y seguís caminando. Y ellas se multiplican. Salen de todas partes. De tus oídos, de tus recuerdos, de tu novia. Salen y no sabés cómo pararlas porque no sabés qué buscan en vos.
Ya el sol de la mañana se asoma por la lejanía. Y vos seguís en movimiento hacia ningún lado. Ellas te observan tan profundamente que sentís que te penetran por todos lados. ¡Son tan pequeñas! Se escabullen entre los poros de tu piel y empiezan lentamente a carcomerte. Muy lentamente. Tan lentamente que podés oir el ruido de la ingesta. Y mientras el sol te corona empezás a perder la fe.
¿En qué creías? No lo recuerdo ya. Lo que sí puedo decirte es que esas estructuras ya no te contienen. No encontrás la forma de entrar en ellas, que se vuelven más hostiles cuanto más ajena se erigen. Arriba el sol, abajo los vestigios de una civilización extraña. Y vos. En el medio de todo y sin saber para dónde seguir.
La espera se vuelve tediosa y ya no soportás su murmullo. Zumban en tu oído, mastican lo que queda de tu cuerpo. Y te dicen que no hacer. El cansancio va en aumento. Ellas ya llegaron al centro de control y empiezan a abnegarte la posibilidad de elegir. Pero seguís preguntando qué quieren. Desatás tus dedos y los liberás de la custodia de sus manos. Y justo ahí, ahí mismito, les gritás, les implorás que te dejen en paz. Pero tu garganta te traiciona y no emitís sonido alguno. La batalla se desata y misiles misantrópicos destruyen tu propia seguridad. Empezás a rasgar la cárcel de tus ideas, querés soltar las palabras justas. La sangre empieza a colarse debajo de tus uñas. Empieza a mezclarse con el sudor que viene de tu frente. Gotas silenciosas recorren la escena del crimen, hasta morir secas en algún lugar recóndito. Y finalmente sucede. Las palabras pujan por salir. Subyacen efervescentes y en un segundo… ¡BASTA! ¡QUE QUERÉS! ¡DECIME QUE MIERDA QUERES HACER CONMIGO!
Y yo no me respondo, pero sigo caminando. Falta poco.